Artículo de opinión de Jairo Velasco sobre la actualidad del Burgos CF
Hay momentos en el deporte en los que un equipo no solo lucha contra su rival, sino también contra una sensación silenciosa y asfixiante: la de la indefensión. Esa que nace cuando cada silbato se convierte en un golpe a contracorriente, cuando las decisiones arbitrales —supuestamente imparciales, supuestamente neutras— comienzan a inclinar el campo de juego hacia un solo lado.
En esos instantes, la frustración se mezcla con la incredulidad, y la convicción de que el resultado debería decidirse únicamente entre dos equipos que llegaban en lo más alto de la clasificación se desdibuja ante la influencia de quien, paradójicamente, no participa del juego, pero puede transformarlo por completo. Y así, lo que debía ser un duelo limpio se convierte en un combate desigual, en el que el equipo afectado solo puede resistir su rabia mientras siente cómo se le escapa, injustamente, aquello por lo que tanto ha trabajado.
Y es que, si bien durante todos los partidos disputados en nuestro Plantío esta temporada habíamos echado de menos ese inicio fulgurante de nuestro equipo, que tratara de arrinconar al rival apoyado por una grada que se convirtiera en la gasolina necesaria para provocar la reacción, este duelo del norte contó con cada uno de los ingredientes que se le presuponen a un encuentro así.
“Orgullosos de lo que somos, fuimos y seremos” rezaba el tifo de un fondo sur que respondió como nunca a la importancia del partido; Horas de esfuerzo y talento en honor a los escudos que el equipo de la ciudad ha llevado en el pecho, porque a cada uno de ellos le ha caracterizado ese orgullo identitario castellano de su tiempo y circunstancia, sin tiempo para enfrentamientos fratricidas del pasado.
Un encuentro repleto de casta y bravura, enfrentándonos a un rival que ha mejorado con creces una plantilla que ya partía como una de las más competitivas el año pasado, hasta el punto de encontrarnos a muchas de sus estrellas esperando su momento en el banquillo. Ambiente de play off en la decimoquinta jornada que ratifica que este proyecto va en serio, siendo capaces de competir de tú a tú con cualquiera que se nos cruce por delante.
Puede resultar victimista refugiarse en las decisiones arbitrales para justificar un resultado en el que también lucimos deméritos, como la defensa del primer gol del conjunto cántabro, pero siendo realistas, a nadie se le escapa que si alguna de las decisiones controvertidas que tomó el balear Bestard Servera hubiese caído de nuestro favor, el resultado final podría haber sido diferente.
Aún resulta más desconcertante que, en una era en la que la tecnología promete precisión milimétrica y justicia deportiva, las decisiones arbitrales sigan dejando un reguero de dudas imposibles de explicar. Con cámaras en cada ángulo, repeticiones al instante y sistemas diseñados para eliminar la subjetividad, cada fallo evidente se siente como una traición al propio espíritu de progreso.
Es tal la desesperación de los damnificados cada jornada, que cada vez se alzan con mayor fuerza voces reclamando un retorno al arbitraje tradicional, ese en el que el error humano era aceptado como parte del juego y no como una paradoja inexplicable en medio de tantos recursos. Porque, al final, resulta difícil comprender cómo antes se perdonaban equivocaciones inevitables y ahora, con todo a favor para evitarlas, parecen más imperdonables que nunca.












