Comentario de opinión de Jairo Velasco sobre la actualidad del Burgos CF.
Hay partidos que no necesitan clasificación, ni contexto, ni excusas, y el derbi provincial, además siendo el único que nos regala la Segunda División, es el mejor ejemplo. Para la mayoría, es una fecha marcada en rojo desde el mes de agosto, un recordatorio de que el fútbol también se sostiene en raíces, en recuerdos y en esa rivalidad cercana que alimenta la identidad de dos aficiones vecinas.
Por eso, la edición de este año dejó una sensación tan extraña como inolvidable. Las obras en el estadio jabato obligaron a llevar el encuentro fuera de la provincia por primera vez en la historia, arrancándolo de su hábitat natural y trasladándolo a un escenario que, aunque a la altura de la ocasión, no tenía las huellas emocionales del lugar donde este duelo aprendió a existir, descafeinándolo además con una gestión de entradas nuevamente avergonzante.
El resultado fue una mezcla peculiar: un ambiente desplazado, pero no por ello menos intenso. Porque, lejos de casa, ambos seguidores demostraron que el derbi no vive en un campo, sino en la gente que lo sostiene. Y quizá por eso, pese a la distancia y la falta de referencias familiares, el partido mantuvo intacta su carga sentimental en las gradas. Fue un recordatorio de que, incluso en territorio ajeno, un derbi sigue siendo un derbi. Y que hay emociones que no entienden de geografías ni reformas, solo de pasión.
En el campo dos equipos que llegaban con sensaciones antagónicas, quizás con los papeles cambiados a lo que solíamos ver desde hace muchos años, premiando una gestión que roza la excelencia a orillas del Ebro. Mucho respeto entre quien tenía la vitola de Cenicienta, no queriendo volver a caer, y quien deseaba no repetir la cornada habitual endosada temporada tras temporada por su rival más próximo, rompiendo una racha que nos ilusiona en la parte alta.
Un duelo con mucha emoción, pero muy poco fútbol. El plan de Ramis era claro: aprovecharse de la ansiedad que iría provocando el paso de los minutos a un Mirandés con una imperiosa necesidad de puntos. Y así fueron pasando, como si no hubiera intención de dañar a un rival que parecía frágil e inocente, asumiendo sus intentos de peligro con solvencia y sin demasiado esfuerzo, como quien es golpeado por un infante.
Únicamente había que esperar el momento. Ese instante de fortuna que, sin haberlo merecido futbolísticamente, nos acercara a una victoria que ya parecía que no intentaríamos llevarnos. Y llegó, nuevamente desde un saque de esquina, y ya van tres salidas seguidas, con la puntera de un burgalés, que señalando la heráldica blanquinegra a todo el fondo de animación mirandesista dictó sentencia como quien escribe un cuento con mágico final.
No se me ocurre mejor actor para erigirse como protagonista en un partido así. Un burgalesista de pro, que creció como futbolista defendiendo nuestros colores, que tuvo que ir al exilio para labrarse una carrera y que pese a las dificultades de su vuelta a casa, el destino le tenía guardado el premio de dibujar la sonrisa en los rostros de todos los hinchas de El Plantío.
Dicen que nadie es profeta en su tierra, pero en esta ciudad en la que siempre valoramos más lo de fuera que lo de casa, sentimos la necesidad de encontrar un héroe local que luzca con orgullo el arraigo a nuestra identidad, nuestro carácter, nuestros cariños y nuestra fe.












